Fronteras de una sola dirección

Un pasaporte es todo lo que necesitas para dar la vuelta al mundo. Un pasaporte y dinero para pagar los visados. En algunos países, incluso, podrás entrar de forma gratuita y permanecer entre 15 y 90 días… porque claro, tienes el pasaporte en regla y eso es lo único y necesario. Si eres europeo, australiano, neozelandés, argentino, coreano o estadounidense tu nacionalidad no te va a abrir más que puertas, nadie va a sospechar que no tienes dinero o trabajo o que puede que tu visita no sea tanto por turismo como por otro fin… Tu nacionalidad te cubre, tu pasaporte es del primer mundo, tu mochila pasa limpia y sin problemas.

Viajar por territorios que no son europeos te hace interiorizar más las fronteras físicas. De España a Francia puedes pasar con tu DNI y volar a Inglaterra sin pagar un céntimo por tramitar un visado, pero en el sudeste asiático cada país es un mundo y la ley de la frontera está a la orden del día. Aún así, con un pasaporte vigente y dinero para pagar caminas sobre andado, sobre fácil. Llegas a un hostal y te informan de que tramitan la visa para el país X de forma fácil y segura, para que no tengas que ir en persona a la embajada, pasarte los días rellenando papeles y lidiando con funcionarios enfuruñados que te pondrán mil pegas y que puede que no te estampen el bendito sello en el pasaporte. Por un par de euros más, allí mismo te lo solucionan todo. Pero el cartel no sólo te advierte de eso… También de que aunque puedas pagar la visa, la tasa, todo todo todo, no tramitarán tu solicitud si provienes de los siguientes países: Nigeria, Algeria, Líbano, Guinea, Afganistán… No hace falta que siga enumerando el resto de estados que faltan, seguro que es fácil seguir la lista mental.

El racismo impregna todo el sistema. La presunción de que personas provenientes de países que consideramos de segunda llegarán a nuestros países para hacer el mal, aprovecharse de nuestras facilidades y quitarnos nuestros trabajos sólo se ampara bajo el paraguas del racismo. Si durante estos meses he conocido gente que ha trabajado sin contrato o a cambio de cama y comida han sido en todos los casos “occidentales”. Lucy, la inglesa que trabajó 3 meses en Tailandia con una visa de turista en un complejo hotelero donde además le daban casa y comida; Agnese, la italiana que trabajó sin papeles en Australia porque su novio encontró un trabajo temporal y ella decidió ir a visitarle por unos meses; Ernest, el español que trabajó un año en negro en Nueva Zelanda a la espera de conseguir algún día los papeles para hacerlo de forma legal… Decenas de historias, de jóvenes de países de primera que trabajamos en países más pobres o más ricos a cambio de cualquier cosa, inventando cualquier trejemaneje para extender el visado, preguntando en los bares si necesitan relaciones públicas que hable inglés a cambio de un par de copas… Historias, más felices o más tristes, pero que nunca empezaron en una patera, en un maletero de un coche, en las ruedas de un autobús o durmiendo bajo la lluvia rodeado de policías que no te dejan pasar al otro lado de una valla de metal.   Sencillamente, porque tu pasaporte dice que eres un persona decente, que puedes pasar.

 Ni siquiera estos países restrictivos con la inmigración de países de segunda parecen enterarse que en nuestros planes, ellos están dentro de la misma categoría, que nunca nos llegaran a la suela de los zapatos, que nunca compartirán nuestros privilegios. Tailandia, Indonesia, Malasia, Laos, Birmania, Vietnam… No importaría su historia, ellos tendrían que llegar a Europa, probablemente, de forma clandestina o pagando una suma de dinero que nosotros jamás estaríamos dispuestos a desembolsar. Porque el mundo no funciona igual para todos y parece que el derecho de campar a las anchas por él sólo lo tenemos los occidentales, los ciudadanos de primera. De alguna manera nos hemos otorgado el derecho a viajar, a ser turistas, a residir en el extranjero, a buscar un sitio que nos guste más, a encontrar un trabajo fuera de nuestras fronteras…Y es un derecho que nos reservamos para nosotros. Que sí, que a veces hay que hacer papeleos, y rellenar formularios, pelear con algún funcionario, bla, bla, bla… pero nunca nos vamos a ver cruzando un mar en patera. Primero porque no solemos tener esa necesidad, y segundo, porque los países a los que queremos ir no nos cierran la puerta en nuestras narices.

Los viajeros que conozco en el viaje no huyen de una guerra o una situación de peligrosidad. Algunos de la crisis, otros del aburrimiento, otros de la ardua tarea de convertirse en adultos… pero ninguno de Siria o de Afganistán. Para esos, para nosotros, las fronteras están abiertas. Hasta para esos hinchas holandeses que humillan y denigran a personas que viven en el país que visitan, que se ríen de la miseria, la tragedia y la dignidad humana, hasta para esos, las fronteras están abiertas. Aunque vayamos a incurrir en todas las ilegalidades posibles, a comprar droga, a trabajar sin contrato, a evadir impuestos.

Las fronteras sólo están cerradas para quien más las necesita, y precisamente, pienso estos días, para eso sirven. Para crear un espacio de protección absurdo entre ellos y nosotros, para recordarnos que somos los únicos privilegiados que podemos hacer uso y desuso del mundo, viajar, cambiar de aires, buscar un trabajo mejor, enseñar inglés aunque no sea siquiera nuestra lengua nativa, pero venimos de Europa, todo está bien. Las fronteras no son para nosotros, sino para aquellos que necesitan un resguardo de vida.

Esta semana la UE ha acordado con Turquía la expulsión de todo aquél que entre ilegalmente por el Mar Egeo a Grecia. Un sistema de 1 a 1, dicen: por cada migrante expulsado la UE acogerá un refugiado. Pero no de forma infinita, claro, sino dentro del cupo al que se comprometió en septiembre, un total de 72.000 personas de las 120.000 totales que se repartirán entre todos los estados miembros durante los próximos dos años… Y todavía, pensarán, los refugiados tendrían que estar agradecidos. La Unión Europea está actuando de la manera más ruin y perversa posible. 120.000 personas no es una cifra seria, ni real, ni humana. Sólo para relativizarla, en la frontera de Tailandia con Birmania viven 160.000 birmanos en campos de refugiados. En un solo país y contando una sola nacionalidad. Se escudan bajo argumentos tecnócratas y de miedo que denotan el profundo racismo de nuestras sociedades e instituciones. Que si vienen con móvil, que si les requisaremos el dinero que tengan de más, que si vendrán terroristas, que si el efecto llamada… Todos ellos son falacias que no me voy a parar a desmontar, ¡ay si nos hiciesen a nosotros todas esas preguntas para cruzar a un país!, ¡ay si se pasasen la presunción de inocencia por el forro, el derecho a la intimidad, el derecho internacional!

Esas personas deberían de estar ya en nuestras ciudades, en nuestros pueblos, con un techo seguro, comida y educación. Deberían de haber sido acogidas sin problema alguno, de igual a igual, para que algún día puedan volver a sus países con dignidad, poner en práctica todo lo aprendido, mirar al mundo con otros ojos, reconstruir su país. Y si se quedan en el seno de nuestros países, que lo hagan sabiendo que no les repudiamos, que no nos parecen algo negativo, que no queríamos obligarles a quedarse en su país en llamas, en la agresividad de la frontera, en la lluvia que empapa y enfría. En un futuro nos preguntaremos cómo algunas personas originarias de otros países no se sienten europeos después de vivir años en alguno de los estados miembros, y encima, ¡refugiados!…. Bueno, sólo diré que una “bienvenida” así yo no la olvidaría nunca.

#Refugees Welcome

2 thoughts on “Fronteras de una sola dirección

    1. Que alegría leerte por aquí! 🙂 La verdad es que desde lejos se coge bastante perspectiva. Me alegro mucho de poder compartirla por aquí y de que os llegue a vosotros. Un abrazo enorme papi!! Gracias por comentar!!!

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